LAURA PERAITA – 13 FEB 2020 – ABC
Mariola Lorente, tutora de la Universidad de Padres (UP) explica los retos de los padres cuando sus hijos abandonan la infancia. Un día, de repente, y sin previo aviso, tu niño precioso ya no quiere darte la mano cuando salís a la calle. Una sensación de confusión y tristeza te invade. Sabes que ese momento llegaría, pero no lo imaginabas tan pronto. «¿De verdad ya se ha hecho tan mayor?». «¿Tan rápido pasa el tiempo?».
Los padres son conscicentes de que sus hijos crecen y, tal y como parece que está demostrado, la preadolescencia y adolescencia se ha adelantado en nuestra sociedad por todos los estímulos que los niños reciben de forma incesante. «La infancia está muy hipersexualizada, la ropa, los contenidos de series y dibujos animados, las canciones, las imágenes que ven en internet… Todo ello hace que la adolescencia les llegue antes y la infancia se acorte», explica a ABC Mariola Lorente, creadora de contenidos y tutora de la UP (Universidad de Padres).
Lo cierto es que de la adolescencia se ha escrito mucho por lo conflictivo de esta etapa por todos los cambios que experimentan los jóvenes. Sin embargo, poco, o nada, se dice de lo que sienten los padres cuando sus hijos pequeños se hacen mayores. «Nadie prepara a los padres y hay una mezcla de sentimientos muy contradictorios y desconcertantes que, a pesar de ser normales, hay que pasar por ellos y naturalizarlos», asegura esta experta.
Es normal que los padres sientan tristeza, emoción, temor, nostalgia… Ven cómo se acaba una etapa de sus hijos que ya no volverá: la niñez. Los progenitores dejan de serlo todo para sus hijos, ya no son su gran referente, ya no acuden a su lado constantemente para jugar o recibir mimos…
«Este periodo de transición de niño a adulto, se vive en muchos casos como una especie de duelo que descoloca a los padres ante el entusiasmo de sus hijos por explorar el entorno, descubrir sus amistades, reclamar su propio espacio… Pero no hay que asustarse —tranquiliza Mariola Lorente—. Nos estamos despidiendo del niño que fue nuestro hijo y que no volverá, por lo que es completamente normal sentirse un poco tristes. Es una etapa que termina, pero no debe valorarse solo como negativa. Los hijos no dejan de querer a sus padres, lo que ocurre es que les quieren de otra manera. La buena noticia es que la adolescencia termina, dura hasta que cumplen los 20 años aproximadamente y, entonces, vuelven a tener una buena conexión con sus padres, si se han trabajado bien habilidades como la comunicación. Comienza de esta forma una nueva etapa muy enriquecedora».
No hay que olvidar que la adolescencia «es el campo de entrenamiento para la adultez; algo así como el gimnasio de la vida en el que los padres se convierten (o se deberían convertir) en entrenadores. Sin embargo, la fama precede a este periodo evolutivo, y muchos padres se sienten angustiados ante los conflictos que lo caracterizan», matiza la tutora de la UP.
Para salir airosos de esta etapa, Mariola Lorente hace las siguientes reflexiones:
—La adolescencia llega de repente. No es algo inesperado, pero sí repentino. Son comunes comentarios de progenitores como «no lo reconozco», «parece otro», «con todo lo que le he cuidado siempre y ahora no le apetece estar conmigo», etc.
Niños que solían ser dóciles y cariñosos empiezan a cuestionar todo, a volverse reservados, a pensar solo en sus amigos… En este sentido, y sin necesidad de ponernos catastrofistas, tenemos que estar preparados porque la adolescencia es inevitable y adaptativamente necesaria. Cuanto más hayamos reforzado la comunicación, la confianza y la responsabilidad de nuestros hijos durante su infancia, mejor.
—Ojo con los mitos y los prejuicios sobre la adolescencia. Existen muchas creencias negativas que nos hacen anticipar malas conductas y, en ocasiones, poner la venda antes de la herida. Si vamos predispuestos para lo peor podemos transmitir esta sensación a nuestros hijos y acabamos por caer en la profecía autocumplida. No nos agobiemos.
—Cambio de hábitos y de creencias. Estábamos acostumbrados a un tipo de relación más jerárquica y debemos avanzar hacia una cada vez más horizontal. Si visualizamos la adolescencia como un camino, lo que nos aguarda en el destino es la versión adulta de nuestro retoño. Tenemos que ir dando pequeños pasos en esa dirección. Es necesario establecer un tipo de vinculación diferente a la que se daba en la niñez. No podemos tratarles como si fueran pequeños, debemos modificar la forma de dirigirnos a ellos y hablarles teniendo en cuenta su mayor grado de madurez.
—Vamos a encontrar muchas contradicciones. Y no pasa nada, el ser humano es contradictorio. Queremos que sean responsables, pero nos da miedo darles demasiada libertad. Queremos que sean autónomos, pero nos da lástima si les toca asumir consecuencias negativas. Sin embargo, hemos de tener claro que la autonomía responsable, uno de los objetivos principales de esta etapa, solo se alcanza mediante entrenamiento. Nos corresponde a nosotros generar las oportunidades para que nuestros hijos la practiquen. Y esto implica dejar que tomen decisiones, permitir que se equivoquen, reajustar nuestra relación y nuestras expectativas, ir probando juntos.
Cada adolescente y cada familia son distintos, por lo que solo podemos aprender por ensayo y error. Por su parte, ellos reciben el mensaje de que tienen que ser responsables, pero a la vez se siguen sintiendo controlados, perciben nuestra desconfianza… No les dejamos asumir la autonomía que, por otra parte, les exigimos.
Sabemos que es difícil, casi un acto de fe, pero tenemos que confiar en ellos y hacernos a un lado sin olvidar que seguimos siendo su red de seguridad. Debemos empezar a trabajar más los acuerdos y compromisos por ambas partes.
—Sensación de abandono. Mientras nuestros hijos eran pequeños dedicamosmucho tiempo y esfuerzo a cuidarlos y educarlos. Después llega la adolescencia y parce que no quieren saber nada de nosotros. Es normal que nos quedemos con cara de circunstancia. Todo tiene su explicación: una de las principales características de este periodo es que los adolescentes se vuelcan hacia el exterior.
Tienen que explorar el mundo más allá de su núcleo familiar, por lo que las relaciones sociales, sus amigos, adquieren mucha más importancia. Por otro lado, son más celosos de su intimidad y necesitan un espacio personal ajeno al mundo paterno. De ahí esa sensación de vacío y preocupación. Nuestro hijo de repente nos parece un extraño.
—Tranquilos, nos siguen queriendo, escuchando y necesitando (aunque lo oculten muy bien). Quizá son más reacios a grandes achuchones y a que les demostremos nuestro cariño tanto como antes, lo que no significa que tengamos que dejar de hacerlo. Existen muchas formas de transmitir amor: mediante comentarios positivos, gestos más sutiles, mostrando interés y respeto, con mensajes y, ¿por qué no? emoticonos. Lo importante es que sientan en todo momento que nos importan, que pueden contar con nosotros y que los queremos de manera incondicional. Y aunque creáis que pasan de vosotros, los mensajes van calando. ¿Acaso no recordáis esas frases que siempre os repetían vuestros padres y que un día supisteis valorar?
—Desarrollo personal. Recapitulando, los adolescentes pasan más tiempo con sus amigos, necesitan su espacio, no tenemos que estar tan encima de ellos… Tarde o temprano nos encontraremos con un tiempo y un espacio de los que antes no disponíamos. El crecimiento de los hijos nos libera un poco, aunque por dentro nunca dejemos de albergar cierto temor por ellos. Este hecho lo podemos vivir desde la pérdida y la nostalgia o como una oportunidad. Una oportunidad de volver a conectar con nosotros mismos y con la pareja, si tenemos. Podemos retomar viejas aficiones, comenzar otras nuevas, dedicar más rato a cuidarnos, a descansar o divertirnos, a nuestro desarrollo personal…. Recordad que no solo somos los padres o las madres de, sino personas completas con intereses y una vida propia.