CARLOTA FOMINAYA 18 SEP 2017 – ABC

El filósofo, pedagogo y escritor navarro acaba de presentar «Elogio de las familias sensatamente imperfectas»

El filósofo Gregorio Luri se atreve a decir alto y claro lo que cada vez parece menos evidente: que no hay familias perfectas, que está muy bien oír un «no» de vez en cuando, y que es imprescindible aprender las palabras mágicas: «por favor», «gracias», «perdón» y «confío». Así lo cuenta en su nuevo libro «Elogio de las familias sensatamente imperfectas», donde nos da las claves para encontrar ese perdido sentido común.

Esta obra, detalla Luri, surgió de una manera espontánea, no programada. «Empecé a escribirla de forma imprevista tras dar una charla a unos padres de Lérida, donde vi que lo que contaba parecía que les había interesado y que, por tanto, merecía ser publicado», relata. Pero con estas páginas, reconoce el autor, «no tengo ninguna intención ni de hacer un tratamiento sistemático de todo, ni de ser excesivamente original en nada. Es más, eso he intentado por todos los medios. En el fondo lo que les vengo a decir a los padres es: «si ya sabéis lo que hay que hacer… No os compliquéis demasiado la existencia»».

De hecho, prosigue, «cuando doy charlas, las suelo terminar diciendo: si habéis escuchado algo que no sabíais, no lo apuntéis, porque no es relevante. Insisto: lo que intento decir es que hay cosas que las sabían, pero que hay que ponerlas en valor. Y creo que hoy es imprescindible intentar hacer una defensa teórica de la prudencia. Ese es mi papel, insistir a los padres en que lo que es realmente importante, ellos lo saben. ¡No arrienden su responsabilidad a un especialista!».

—Libros, internet, conferencias, escuelas de padres… antes las familias no consultaban tanto., mientras hoy parece que tienen que aprenderlo o saberlo todo.

—Los padres de antes tenían muchas cosas que enseñarnos. Lo primero, que los hijos «vienen», no se programan para cuando me viene bien. Llegan, y en ese momento hay que aceptar que eso es un don. ¿Un don que quiere decir? Que no se controla muy bien lo que hay dentro. Lo segundo, que los hijos «salen». Esto me parece esencial: Que los hijos «salen» quiere decir que nuestros padres asumían que no estaba en sus manos programar su vida. Aceptar eso de manera natural, sin dramatismos, me parece una señal de inteligencia práctica, de sabiduría extraordinaria. Y tercero: no estaban todo el día viendo un problema en lo que habían hecho. Podían meter la pata, pero si la metían, salían para adelante. No hacían como los padres actuales, que están viviendo su experiencia con una especie de pepito grillo pedagógico dentro, del tipo «uy le he gritado, quizás no debería haberle gritado tanto, quizás tendría que haber negociado». Pero ha negociado y el infante no le ha hecho caso, entonces piensan «ahí quizás tendría que haber dicho un «no» tajante»…

—¿Por qué tienen esa inseguridad las generaciones nuevas de padres?

—Están introduciendo una distancia crítica entre su prole y ellos mismos que les lleva a perder espontaneidad en la relación. Digamos que hay una intermediación pseudocientífica que a mi me parece terrible en las relaciones entre padres e hijos, y profesores y alumnos. Damos por supuesto que hay que estar observando continuamente… Nuestros padres podían hacer muchas cosas mal, pero la naturalidad de la relación estaba ahí. Recuerdo cada vez con más cariño la imagen de mi madre con la zapatilla en la mano, y me sorprendo pensando en la puntería extraordinaria de aquella mujer… y en la cantidad de psicomotricidad que hacía yo para esquivarla. Pero no ponías en cuestión que tus padres te querían. Mientras ahora te preguntas constantemente: ¿lo quiero como debería quererlo? Cuando las relaciones se miden desde esa distancia, hay una teatrocracia educativa. Nos vemos a nosotros mismos no como actores, sino como espectadores. Pero estar observándonos a nosotros mismos es una patología, es una neurosis. Cuando en la vida pierdes espontaneidad, hay algo de intensidad que se pierde.

—Pero así están muchos padres bien intencionados. ¿Qué les lleva hasta ahí?

—Cuando las cosas pasan siempre es por algo, y analizar las razones de que esto ocurra era una de los motivos por los que quería escribir este libro. Lo que es cierto que esto tiene muchísimos elementos sociales: Empezando porque cada vez llegamos más tarde a casa, y estamos menos con nuestros hijos, y continuando con la sustitución de la cigüeña por la agenda, la pérdida de espacios de libertad para los niños, que ya no tienen ámbitos en los que puedan estar sin la supervisión de los padres, en los que ganaban seguridad, autoestima… Me refiero a ir a jugar a la calle o al pueblo, donde antes salías a vivir aventuras desde bien pequeño. La incertidumbre con respecto al futuro… La propia conciencia de la provisionalidad de las relaciones familiares, con niños que ven en su propio ámbito escolar que el padre de su amiguito no es exactamente su padre… Y por supuesto, esta convicción que es muy propia de nuestro tiempo de que hay una respuesta técnica para cada problema, que es por donde creo que deberíamos empezar.

—A lo largo de todas las líneas de este libro usted hace una ferviente defensa de las familias sensatamente imperfectas, porque ha detectado que esta nueva generación de padres no tiene suficiente con hacerlo bien, quiere hacerlo mejor. Buscan el mejor colegio, aunque este se encuentre a una hora de ruta de su casa, le apuntan todos los días a las extraescolares más extravagantes…

—Exacto, no tienen suficiente con hacerlo bien, quieren ser perfectos. Pero se olvidan de que uno de los derechos del niño es tener una familia tranquila, y eso solo lo proporciona un entorno tranquilo, con paz en los momentos cruciales del día (por la mañana y justo antes de acostarse). Hay muchos menores que no duermen lo suficiente y esto me lleva a preguntar a los padres si le darían una sustancia tóxica a sus hijos. Pues bien, la falta de sueño es equivalente a una sustancia tóxica. Los padres están para decir «no» ante determinadas cosas, para poner barreras, para establecer una trinchera. Pero volvemos siempre a la misma cuestión, que es la intromisión de la teoría en las relaciones familiares. Hemos perdido el sentido de la prudencia. Habría que volver a leer a Gracián como pedagogo en ese arte. Hay que aceptar que el ser humano no tiene respuestas para todo.

—En este sentido, recomienda también en su libro volver a decir «no» de vez en cuando a nuestros hijos. ¿No se dice lo suficiente? ¿Está la autoridad denostada?

—Es más, diría que son dos derechos fundamentales del menor: el derecho del niño a ser frustrado, y el derecho del niño a conocer los adverbios de negación. En España lo que ocurre es que estamos acomplejados a la hora de mostrar la autoridad, tanto en la familia como en la escuela. Nadie quiere mostrar que es autoritario, pero todo el mundo querría que sus hijos y sus alumnos le obedecieran sin tener que mandárselo. Eso es lo característico de la situación. Pero, ¿cómo conseguir una autoridad que no esté mandada? Ese es el sueño. Recomiendo no perder de vista al primer ministro de Educación francés, Jean-Michel Blanquer, que aboga por recuperar la autoridad, la jerarquía, el conocimiento, y la autonomía de los centros. Todo está recogido en su obra «La escuela de mañana».

—Volviendo al hogar… ¿Cuál es, según usted, la principal responsabilidad de los padres?

—Quererse, de manera clarísima, es más importante que comprenderse. Por eso, si hablamos de «deberes» de los padres, y siendo plenamente conscientes de que la persona que quieren es imperfecta, estos tienen que hacer manifiesto que se quieren en casa con el ejemplo. No estoy pidiendo ¡por favor! un mundo poblado de sentimentaloides emotivos, que cuando te descuidas lo mismo te dan un abrazo a ti que se ponen a abrazar un árbol. Estoy hablando de que se note la capacidad que tiene el amor para sanar heridas puntuales. De hecho, se sabe que, para el desarrollo psicológico de los niños, el afecto ambiental es tan importante como la leche materna para el crecimiento biológico. Y a vuestro hijo le estáis transmitiendo otra lección que no se aprende en ningún otro sitio que no sea en casa: que seguro que hay alguien por ahí fuera que le va a querer a él a pesar de sus imperfecciones. Esto es muy elemental, es el ABCD de las lecciones de la familia.

—En su obra no se cansa de defender que la familia normal es una especie de «chollo» psicológico. ¿Qué es una familia normal, y por qué es un chollo?

—Cuando me refiero a una familia normal no me estoy refiriendo a las personas que la forman, sino a sus reacciones. Y por tanto, una familia normal es aquella que no sobrecarga sus neurosis inevitables con excesivas gesticulaciones. Es decir, es aquella que se enfrenta a sus problemas sin demasiados aspavientos, en lugar de hacerlo a gritos, llevándose las manos a la cabeza, o sobrecargando de tensión la tensión ya existente. Estoy cada vez más convencido de que la manera de tratar los problemas en sí misma es un factor educativo de primer orden, porque las familias que se enfrentan a ellos con cierta tranquilidad están dando un ejemplo de confianza en sí mismas y están educando a sus hijos en esta confianza, mientras que las familias que creen que la manera de solucionar un problema es gritar mucho, están educando a sus hijos en la desconfianza.

Y en efecto, una familia normal es un chollo, porque es el lugar donde te quieren por el mero hecho de haber nacido en ella, por el mero hecho de haber llegado. Es la principal institución de acogida y solidaridad natural que conoceremos en nuestra vida. Porque no hay tantos ámbitos donde se nos permita esto, ni de manera tan incondicional. Ni siquiera entre marido y mujer, donde hay que dar o demostrar ciertas señales. Es más, diría que ese cariño por los hijos no solo no caduca, sino que crece con el tiempo.

—Se declara también como ferviente admirador de los Simpson. ¿Qué deberíamos copiar de esta familia tan peculiar?

—El hecho de que los Simpson empiezan cada capítulo siempre de cero. Y que, con todos sus defectos, cenan siempre lejos de la televisión. Pueden estar discutiendo, pero están todos juntos. Hay dos cosas en la familia que sabemos todos y que son de un valor extraordinario: una la capacidad del perdón, que nos permite liberarnos de las ataduras del pasado, y la otra la fidelidad al compromiso y a la palabra dada. Estas dos capacidades humanas son los instrumentos que tenemos para manejar el tiempo. Una nos libera del pasado y otra nos sujeta al futuro. Pero hace falta poner en valor todo eso que ya sabemos. Mientras tanto, nos perdemos en discursos por la empatía…

—¿Cuál es la receta básica para ser una familia sensatamente imperfecta?

—Utilizar las palabras «por favor», «gracias», «perdón» y «confío». Estas cuatro palabras mágicas constituyen «la estructura básica de la cordialidad», y nos facilitan enormemente las relaciones sociales y familiares, por lo que es bastante estúpido dejarlas en desuso. Hoy en día no se utilizan lo que debieran porque todos queremos ser excelsos. Pero hay valores con minúsculas que no se pueden ignorar por querer defender valores con mayúsculas. Todo, insisto, forma parte del mismo discurso, que es una defensa teórica de la prudencia. Espero que el que lea esto diga: «si esto yo ya lo sabía». El libro puede parecer poco ambicioso, pero a mí sí me lo parece, y además extraordinariamente.

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