Carina Saracco y Mauricio Girolamo | MDZ

En la evolución de la vida infantil a la adolescente, suceden varios procesos críticos, y si bien es parte de un cambio progresivo, no todos los chicos atraviesan esa transformación sin acusar recibo, es un impacto que necesita ser procesado y digerido, tanto por ellos, como por sus padres, con el ritmo propio de cada uno.

Es un período de crisis, entendida como situación de cambio y transición, no necesariamente como algo negativo. En este caso se trata de un cambio de etapa, de lugar, de colegio, de amigos, de su propio cuerpo, pero principalmente «de ellos mismos como personas». Una modificación que comienza con la revolución hormonal, seguida por cambios en el comportamiento. En esta etapa predominan dos áreas: silencios alternados con respuestas monosilábicas (contando lo que quieren y cuando quieren) y la habitación como propiedad privada. Ambos aspectos denotando un claro primer intento, de búsqueda de intimidad y dominio propio. Así es como el espacio físico de la habitación adquiere un significado de «bunker, cueva, refugio o zona prohibida para adultos», encontrando espacios que cuando niños, jamás pudieron apropiarse con tanta fuerza.

A la par, sus músculos y formas corporales se van definiendo más, no sin el consabido desafío constante, una fuerza tan literal como simbólica, desplegada contra los padres, usados como frontón en un «ensayo incondicional» de incipientes herramientas, que una vez aceitadas serán trasladadas a sus pares, enfrentándolos con un NO a cuanto consideren insano o inapropiado.

Pero muchas veces, estos naturales caminos se ven entorpecidos o contaminados y no se transitan con total serenidad. Tanto por las presiones sociales, como familiares. Si bien hay que considerar que dentro de la familia, la buena y sana intención prevalece en amplia mayoría, también es cierto que con la mera «buena intención» no basta. Pues un acompañamiento inapropiado en el crecer, puede llevar a serias distorsiones a futuro.

Todos los padres tienen expectativas sobre sus hijos. Anhelos, deseos, esperanzas. Es decir, una suma de «sueños» que independientemente que se cumplan o no, ese menor, con su alta capacidad perceptiva y emocional, estará «atento» a develar sobre lo que «se espera» de él. Decodificará, todo detalle que implique saber qué es importante y valorado por sus padres. Qué se admira y qué se premia.

Esto no tiene por qué ser negativo. Pero cuando esto se sobredimensiona, nos encontramos con adolescentes perfectos, cumplidores, pulcros, obedientes, dóciles, racionales, intelectuales y por ende, sobreadaptados. Adolescentes que son el «orgullo» de muchos y que, si no fuese por la edad, parecerían adultos. ¿Pero ser «adulto adolescente» es bueno? Definitivamente NO.

Aquí es donde comienza a gestarse una fuente de inseguridades invisibles, veladas por el disfraz de la perfección y del comportamiento sobreadaptado. Jóvenes que hacen todo para recibir los aplausos, sentir los halagos y encontrar esa aceptación tan preciada. Respondiendo sobre lo que se espera que haga y diga. Tales acciones lo dejarán en el podio familiar, de cumplir con cualidades y comportamientos distinguidos, pero conforme se acerque al final de sus estudios secundarios, lo dejará en el más absoluto desconcierto sobre su propia identidad. Sumido en una perplejidad inesperada. Estupefacto ante un mundo por venir sin saber «qué es lo que él realmente quiere, anhela y le gusta». Pues estuvo tan satelital de las expectativas familiares, que se olvidó o distrajo, de atender y captar su propio crecimiento, su propio interior, sus crecientes gustos, intereses y valores. Que no pocas veces distan de lo que en casa «marcan» o «gustaría».

La consecuencia de éste tipo de funcionamiento familiar, suele explotar a través de diversas manifestaciones entre los adolescentes, pero con un solo denominador común: la ansiedad y sus diversas formas. Ataques de pánico, obsesiones, cuadros de estrés a temprana edad, fobias, afectaciones temporarias en el rendimiento sexual (y las severas consecuencias del uso indiscriminado de fármacos para compensar el déficit), síntomas gastrointestinales (somatizaciones), entre muchos más.

Por lo tanto, enseñar a nuestros adolescentes a «lidiar con las exigencias», es un paso importante en toda crianza. Pero «revisar lo que le estamos exigiendo», es también parte constitutiva de ser padres. En pos de asegurar el futuro de ellos, ponderamos más el despliegue intelectual al emocional. Casi como si se tratara más de una competencia de cantidad, en lugar de calidad. Y persiguiendo tales fines, se nos escapa el objetivo. El de criar personas capaces de valerse por sí mismas, seres con independencia progresiva, creativos en sus respuestas, ensayistas de la adultez, valientes cuestionadores, respetuosos desafiantes. Y nosotros padres, compañeros de su camino, guías de sus andanzas, incondicionales antes sus caídas. Ni adelante a los tirones, ni detrás a los empujones. Al costado, para que sepan que los tropiezos, errores y frustraciones, serán motivo de comprender su crecimiento, con abrazos que contengan, hombros para absorber las lágrimas, manos tendidas para ayudar a levantarse y miradas que digan, «acá estoy, siempre, incondicional en tu vida».

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