MARÍA CHAMORRO ORTÍZ – 20 FEB 2018 –  LA RAZÓN

Los padres de los niños con TDAH necesitan también mucho apoyo porque suelen sentirse desbordados.

Las familias con hijos diagnosticados de Trastorno por déficit de atención (TDA) o Trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH) viven una situación de desgaste muy acusada. Están preocupados por las dificultades que se encuentran en la vida cotidiana con sus hijos y también por cómo proyectan la imagen de sus hijos en el futuro.

Pongámonos en la piel del niño. Es un niño que se despista con facilidad, que le cuesta seguir el hilo de las lecciones que escucha. Tiene dificultades para estructurar la información, organizarse la tarea y planificarse en el tiempo. Se le pierden sus cosas continuamente, aquello de lo que se tiene que acordar todos los días. Es consciente de que está “en las nubes” pero, muchas veces, ni siquiera puede expresar en qué nubes está. Busca satisfacer sus necesidades en el aquí y el ahora. Nos lo explica María Chamorro Ortiz, psicóloga de Grupo Doctor Oliveros

Se frustra con mucha facilidad, muestra dificultades evidentes para sostener la espera y tolerar esa frustración. Reacciona emocionalmente con rabietas, con gritos y, en algunas ocasiones, pegando a los padres.

Pongámonos en la piel de los padres. Los padres se sienten sobrepasados, sus hijos no les hacen caso, repiten muchas veces las rutinas de todos los días (“coge el abrigo, acuérdate de llevar la agenda”). Sus hijos tienen un rendimiento académico más bajo del esperado, no por falta de capacidad intelectual, sino porque olvidan que tienen un examen o no les da tiempo a estudiar ya que no tienen bien consolidado el registro del tiempo. En muchas ocasiones los padres ejercen de profesores particulares, lo cual no les corresponde. Esto supone un desgaste muy fuerte en su rol de padres y la vivencia de impotencia para sacar adelante la educación de sus hijos (“ya lo hemos probado todo”).

Ante esta situación, los padres acuden al especialista, al psicólogo, al neurólogo o al psiquiatra, muchas veces alertados desde el colegio, cuando la conducta del niño empieza a condicionar su rendimiento académico y sus relaciones sociales. Algunos padres expresan el “alivio” que supone que un especialista haya puesto nombre a lo que le pasa a su hijo. En la psicopatología infantil el diagnóstico de TDA y TDAH es, desde hace años, el más prevalente. Es importante tener en cuenta que hay muchos diagnósticos de TDA o TDAH pero detrás de cada diagnóstico, hay un niño que sufre, que tiene sus propios rasgos de carácter, su biografía y su contexto familiar y social. Cada déficit de atención es particular y único. Muchas veces los niños atraviesan situaciones difíciles: duelos, separación de los padres, dificultades en las relaciones interpersonales, dificultades en el aprendizaje… Todas estas situaciones pueden dar lugar a una sintomatología compatible con el diagnostico TDA o TDAH, pero la ayuda a cada una de estas situaciones es singular. Los cambios profundos y a largo plazo van a venir desde la ayuda del contexto y desde la ayuda psicoterapéutica.

Los niños diagnosticados con TDA o TDAH necesitan contención. Esto significa contención de una atención que se les dispara o de una hiperactividad que les desborda. Esa contención se construye desde la labor de unos padres con autoridad (no autoritarios) y cercanos, que empatizan con las dificultades de sus hijos y que, al mismo tiempo, pueden poner unos límites claros y firmes que el niño va interiorizando como referencias que le ayudan a construir su identidad, su seguridad y su capacidad.

La atención se sostiene desde las necesidades y los deseos. Muchos padres expresan que sus hijos no prestan atención en el colegio pero haciendo otras tareas se concentran perfectamente (son tareas conectadas con sus deseos). Es fundamental, entonces, encontrar esos juegos o tareas con los que los niños se conectan (aunque sean diferentes a los intereses de sus padres o sus profesores). En el desarrollo de esos juegos van a ir entrenando los procesos atencionales que les ayudan con el aprendizaje y, además, van a ir consolidando una habilidad que les permite sentirse hábiles, capaces.

En la convivencia familiar vemos que se repiten ciertos patrones de relación frente a los cuales los adultos, como padres y responsables de la crianza de esos hijos, tienen que prestar especial atención. Los padres tienden a anticiparse a las necesidades y las obligaciones de los niños.

Imaginemos una escena cotidiana: antes de que el niño coja la cartera para ir al colegio ya le están preguntando los padres si lleva todos los libros o están revisando la mochila porque “saben” que algo se les va a olvidar. Esta escena, como metáfora de otras tantas que se repiten en las familias, va determinando un patrón de relación de dependencia y de sobreprotección que les costará a esos niños, cuando sean jóvenes y adultos, una vivencia interna de inseguridad y de falta de confianza en sí mismos. Los padres piensan que no pueden salir de esa dinámica, que si ellos no hacen las cosas, entonces su hijo tampoco las va a hacer. Por eso los padres necesitan ayuda, para empezar a ver que sí pueden hacer algo para salir de esa dinámica en la que se encuentran atrapados.

Para que un niño crezca sano y autónomo es importantísimo que sus padres le puedan transmitir que confían en él. La identidad del niño se va forjando en función de la mirada de su entorno (fundamentalmente de las figuras parentales). El niño se empieza a ver a sí mismo con los ojos con los que le han mirado. Para estos niños, su autoconcepto se va construyendo sobre una imagen de sí mismos en la que se ven perdidos e incapaces: son los otros los que saben resolver sus cosas y no ellos. Por lo tanto, son los otros los que asumen las responsabilidades y no ellos.

Toda esta dinámica que estamos describiendo va deteriorando la relación paterno-filial. Salir de esas rutinas y encontrar momentos de juego compartido con los niños permite encontrar un clima familiar de encuentro y de disfrute. Muchas veces los padres expresan que solamente se sienten policías y profesores de sus hijos. Los padres y madres que buscan esos momentos de juego refieren una relación mucho más cercana con sus hijos. Recordemos, además, que el juego es el lenguaje natural de los niños y es clave para el desarrollo de las funciones ejecutivas.

El papel de los padres es crucial en el desarrollo de sus hijos. El adulto no es un mero receptor de la impulsividad o los despistes de su hijo. Es fundamental, entonces, poder entender qué aspectos de los propios padres se ponen en juego en el vínculo con su hijo, qué hace el adulto que facilita o deteriora esa relación. No podemos cargar al niño como el enfermo y único responsable de los conflictos porque ese es un peso muy grande para el niño y ciega al adulto para poder pensar cuál es su lugar en la relación con su hijo. Vemos todos los días en la consulta que los padres sienten la relación con sus hijos tan desgastada que piensan que toda la solución está en los neurólogos, en los psicólogos y en la medicación, perdiendo la confianza en sus propios recursos.

Detrás de cada niño diagnosticado, hay unos padres desbordados que se sienten impotentes, que también necesitan ayuda terapéutica y muchas veces no son suficientemente escuchados. No es sólo el niño el que tiene un problema, es una familia que se encuentra en una dinámica que les va sobrepasando y en la que se sienten perdidos. La ayuda psicoterapéutica es conveniente en muchos casos para que esa familia pueda encontrar y confiar en sus propios recursos para salir adelante, asumiendo cada uno su responsabilidad.

Si miramos más allá de la familia y hacemos una lectura social de cómo viven las familias hoy en día, podemos observar que todos vivimos en una sociedad hiperactiva con una exigencia de productividad y de soluciones inmediatas a los conflictos. Los niños están cargados de tareas escolares y extraescolares, tienen que estar atentos a muchos asuntos sin concentrarse en ninguno. Es lo que Clifford Nass llama “fanáticos de lo irrelevante”. Esta sociedad y estas exigencias nos conciernen a todos y tienen consecuencias muy graves para el desarrollo de los niños. En este sentido, todos somos responsables de transmitir a los niños esa misma exigencia que supone entender su entorno como un lugar donde se buscan soluciones inmediatas. Los adultos estamos repitiendo el mismo patrón de comportamiento hiperactivo y de baja tolerancia a la frustración.

En este sentido, me parece importante estar atentos a que, bajo esta dinámica que estamos describiendo, les hacemos a los niños el flaco favor de que no puedan ir construyendo su capacidad de resiliencia. Esto es, la capacidad de ir superando las situaciones adversas o traumáticas, enfrentarse a las situaciones difíciles y poder salir fortalecido y no derrotado. Que puedan sentir que tienen recursos suficientes para enfrentar los conflictos, que no se desmoronan con el primer contratiempo y que superar los problemas conlleva un tiempo de adaptación y de elaboración. Pensar en soluciones inmediatas es pretender una solución mágica e infantil frente a la adversidad.

Los niños aprenden y repiten los modos de vivir y las formas de relacionarse que ven en su entorno. La reflexión, entonces, es pensar qué modelos de identificación les dejamos a nuestros hijos. No es sólo qué mundo dejamos a nuestros hijos sino qué hijos dejamos al mundo.

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